El término sinodalidad deriva de sùn y odòs (literalmente «camino con», es decir, «caminar con», «caminar juntos»). Jesús, antes de su Pasión, había orado: «Padre Santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, como nosotros… Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17, 11. 21).
La Iglesia primitiva, tal como nos es presentada en los Hechos de los Apóstoles, es un modelo de esta búsqueda de colegialidad y de la comunión, aunque a veces sea contrariada y fatigosa. Si ciertas decisiones parecen de fácil unanimidad logradas con “toda la Iglesia», como la elección del sucesor de Judas, la institución del diaconado y el envío de algunos misioneros como Pablo y Bernabé o Judas Barsabá y Silas, hay otras cuestiones que desgarraron a la primera Comunidad, como la de si era posible compartir la mesa con los paganos o si éstos debían someterse a las normas de la legislación judía, incluida la circuncisión. Hubo un choque feroz entre los judeo-cristianos, los judíos convertidos, y los etno-cristianos, es decir, los provenientes del paganismo, problema que ni siquiera el famoso compromiso del Concilio de Jerusalén logró resolver (Hechos 15:5). -35).
Pero los Hechos de los Apóstoles nos proponen un ideal que va mucho más allá de tomar decisiones compartidas. La primera Iglesia se propone sobre todo como ejemplo de koinonía: «Eran asiduos en la escucha de la enseñanza de los apóstoles y en la koinonía, en la fracción del pan y en la oración» (Hch 2, 42). El término koinonìa toma el significado de la raíz khabar, «unir». Esto no aparece en los Evangelios; en Pablo la koinonìa se funda en la unidad de la fe en Dios de la que deriva la mutua comunión.
Se ha discutido mucho sobre el significado de koinonía. Según Bauer significa íntima relación interpersonal y los gestos concretos que expresan esta comunión. Para Menaud indica la comunión espiritual, la que es material, la eucarística y la eclesial. Incluso Benedicto XVI ve en ella un aspecto jurídico, la comunión apostólica, un aspecto sacramental, la comunión eucarística, y un aspecto práctico, el carácter social. Pero, como afirma Dupont, koinonìa es un término muy concreto, que no expresa solamente una comunión genérica de sentimientos: en los Hechos se habla de koinonìa como de perfecta unión de corazón y dezbienes. Expresa un doble movimiento: centrípeto, poniendo todo en común, y centrífugo, participando de los bienes de todos.
Esta tangibilidad de comunión está expresada tanto en términos negativos: «Nadie llamaba de su propiedad aquello que le pertenecía» como de manera positiva: «Todas las cosas para ellos eran comunes», «La multitud de los que habían llegado a la fe tenían un solo corazón y una sola alma» (Hechos 4:32).
La expresión «un solo corazón y una sola alma» es típicamente bíblica e indica totalidad: la encontramos en el mandamiento de amar a Dios («Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas»: Dt 6,5) y en la invitación a interiorizar la Palabra de Dios («Pongan estas palabras mías en su corazón y en su alma»: Dt 11,18).
“La actitud de los cristianos está en las antípodas del individualismo egoísta del ‘sálvese quien pueda’; al contrario, es preocupación por los demás… La caridad cristiana es, inseparablemente, unión de las almas y participación fraterna con los necesitados» (J. Dupont).
Koinonìa, por lo tanto, no es tanto «unión fraterna» o «vida común», como muchas veces traducen nuestras Biblias, sino una verdadera «lógica de comunión» que lleva al compartir total. Esta koinonía es obra del Espíritu Santo, es un acto carismático. Los dos «resúmenes» de Lucas que hablan de él en los Hechos se presentan después de las historias de efusión del Paráclito (Hechos 2:1-41; 4:23-31).
Lucas sabe bien que la comunión de bienes, que presenta como un rasgo distintivo de la Primera Iglesia, no es nada nuevo para el mundo judío: los que vivían en Qumran ya la practicaban, como cumplimiento de la promesa de Dios en el Sinaí: «Que no haya entre vosotros ningún necesitado” (Dt 15, 4)
“La comunidad de Jerusalén debía presentarse a los lectores como el lugar privilegiado donde se cumplían las promesas del Antiguo Testamento… es decir, la comunidad escatológica de los últimos tiempos” (M. Del Verme).
Lucas también sabe que sus oyentes griegos recuerdan que la comunión de bienes es típica de las descripciones de la mítica «edad de oro», cuando los hombres vivían felices e ignoraban la propiedad privada. La fórmula utilizada por Lucas: «pànta koinà eìkon», «tenían todo en común» es helenística, no bíblica. Para el evangelista, la primera comunidad cristiana es la realización definitiva del plan de Dios, ahora realizado en Cristo, signo del advenimiento del Reino del amor, y ejemplo, también para los paganos, de verdadera fraternidad.
“La comunión entre los creyentes implica aquella comunidad que se practica también a nivel de los bienes materiales” (J. Dupont). El episodio de Ananías y Safira (Hch 5,1-11), fulminados por no haber compartido el producto de la venta de la tierra, es probablemente «un midrash judeocristiano que, partiendo de un núcleo histórico, hoy no es fácil de aislar». (M. Del Verme), quiere subrayar que quien no vive una realidad concreta de compartir con los hermanos es un muerto, está fuera de la comunión eclesial, está excomulgado.
“Hasta que no seamos una sola cosa, el mundo nunca entenderá el cristianismo… La única prueba que Cristo ha dado para la Fe en él es que seamos consumidos en la unidad: entonces el mundo creerá que Él vino de Dios. Esta prueba es la Iglesia: una sola cabeza, un solo Espíritu, una misma esperanza bienaventurada, una sola Fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos. Esta consumación en el amor es la Iglesia. Se trata de un empeño cotidiano compromiso diario de nuestro trabajo y del de Dios” (D. M. Turoldo).
Carlo Miglietta